lunes, 21 de junio de 2010

clemenceau




Mi impresión última y más viva es de una escena semejante: el presidente y el primer ministro, en el centro de una multitud agitada y de una babel de sonidos; una mezcolanza de compromisos ansiosos e imprevistos y de contracompromisos; ruidos y furias sin significación sobre cualquier cuestión en realidad, y olvidados y abandonados los grandes enunciados de la reunión de la mañana... y Clemenceau, silencioso, y alejado mientras no estaba en litigio nada que afectara a la seguridad de Francia, dominando, como en un trono, con sus guantes grises, en un sillón de brocatel, con el alma seca y vacía de esperanzas, muy viejo y cansado pero vigilando la escena con un aire cínico, casi desdeñoso y malicioso; y cuando al fin se restablecía el silencio, y cada cual volvía a su sitio, resultaba que él había desaparecido.

Sentía respecto a Francia, lo que Pericles de Atenas: lo único que valía la pena estaba en ella; lo demás no tenía ningún interés; pero su teoría política era la de Bismarck. Tenía una ilusión: Francia; y una desilusión: la Humanidad, incluyendo a los franceses y no menos sus colegas.

Las consecuencias económicas de la paz.
John Maynard Keynes.





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